Rosa Cruchaga de Walker

I

Había un grupo de árboles inmensos - tal vez encinas y avellanos - de ramas muy altas.  A Paula se le imaginaban una profusión de codos y mentones disimulados bajo un solo abrigo de piel verde. Una campana colgaba del centro con una cuerda suelta que se bamboleaba al viento como la cuerda de una horca. Mañana y tarde llamaba a disciplina, muy por encima de las cabezas. Bajo unos árboles ocultábase un repulsivo estanque aun mas grande que una alcoba conventual con cierto olor a cáscaras podridas y aguas de aspecto demasiado suaves. ¿Fue un baño de natación? Paula nunca supo nadar. A veces Gabriel el niño tonto de la cocinera acostumbraba orinar en él. Esta era la parte oscura del estanque, la sección secreta del alma del parque. Paula sentábase entre los avellanos, la campana y el estanque cuando se sentía en calma, cosa que deseaba. Pero, por lo general, tenía que echar mano de los prados optimistas para que le disiparan  su angustia.
De los prados cándidos el mejor era la sombra de los tilos que le producía un leve cosquilleo en la cara.

Tenían los tilos un dejo de aroma a miel, y cuando Paula lo aspiraba sentiría un cráter oscuro que, de pronto, fuera inundado por una columna de sol.

Bajo los tilos, Paula hizo construir, con pajas y madera, un tambaleante asiento que se levantaba en ambos extremos. Solo una persona podía ocuparlo, ese fue su deseo. En los dos extremos, y cuando estaba tejiendo, clavaba el ovillo y el rosario de pepas sedantes.

La hora de la siesta. De la casa acercábase un ruido de abejorros (era la máquina de coser)  que se mezclaba con el siseo de las hojas y el viento. Todos dormían, menos Paula y su madre, la cual, quizá cabeceaba allá, obstinada en su costura.

Paula esperaba un hijo, y eso le parecía trabajo suficiente. Era reacia a la costura  porque sabía - como lo comprobó más de una vez - que el tener las manos ocupadas le impedía pensar. Limitábase a masticar cosas pasadas. No eran ni buenos ni malos recuerdos; era un tipo de recuerdos que le afligía y a la vez la exaltaba, que la contraía y la desplegaba, que le endurecía los huesos dándole una seguridad en sí misma, y la consumía de incertidumbre. pensaba en alguien al cual no iba  a ver más. ¿ Qué habría pasado si, cuando Andrés la besó, ella hubiera cerrado los ojos, quejumbrosa?. ¿Por qué él le había dicho que ella era un " suplicio"? Un suplicio no es una cosa apetecible en absoluto. Recorría, durante el día, con su mente, los mismos pasajes, y siempre descubría nuevas interpretaciones. Desesperábase o se sonreía sola, alternativamente, según cuáles hubieran sido sus últimas conclusiones. Se había quedado de tal modo estancada en aquellos dos años de su vida que hasta su aspecto físico apenas había cambiado.

Ahora vivían en el campo. Sentada bajo los tilos sentía que su vientre formaba un todo ya con sus hombros. Su pecho bajaba y subía en una apretada respiración. Tenía los brazos afirmados en los extremos de la "piragua", y la cabeza gacha; parecía mirarse las rodillas. En realidad miraba dos arañas trenzadas en el suelo; desplazaban l tierra en torno a ellas, y se angostaban hasta formar un solo terroncito de vello amarillo. Cuando apareció su marido, Paula aplastó con el pie las arañas. Venía en traje de montar, con un sombrero que dejaba sin sombra sus labios angostos pero satisfechos.

-¿Salta mucho el elefantito?

- Va a ser elefantita - corrigió ella - ¿Sabes?. Estaba pensando que el campo es feroz: aquí todo espera un hijo, a donde tu mires. Parece que no hay otra cosa que hacer. Te apuesto que hasta en esas aguas sucias debe haber más de algo que está naciendo. Y estiró una mano mostrando el estanque.

- ¿Si?. Hasta cierto punto. Con excepciones. Te apuesto a que Gabriel, el tonto de la cocinera, nunca será capaz de hacer que algo nazca.. El había puesto un pie sobre el brazo de la piragua, y con una varilla, sacábase el barro de las botas con un gesto de asco. A Paula le pareció que el aire entre ellos era de vidrio. A través de él vio la cabeza empinada, autoritaria que le hablaba de frente mientras accionaba con la varilla; podría ser el rostro del policía al cual nadie conoce y al que, sin embargo hay que obedecer.

- La mala suerte de ese niño es haber nacido en un clan de eficientes.

- Paula argumentó - ¿ No crees que hubiera sido más feliz si su madre fuera ciega o paralítica? Lo importante no es que sea así o asá; lo importante es encontrar el sitio y las personas adecuadas a cómo uno es.

Había hablado con el énfasis que ponía en las causas ajenas cuando, en el fondo tenían algo que ver con la propia. Acomódose bruscamente en la "piragua", como diciendo "hablemos mas". Vio dos botas paralelas, perfectas, como dos lemas, "justicia" y "orden". Comprendió que todo su cuerpo y toda su alma estaban subordinadas a ese par de botas, y un escalofrío la recorrió.

- Es tardísimo - dijo él - Bueno es que te quedes bajo los tilos. Son tan sedantes - y le dio un beso  y una palmadita en la cara.

Paula se encaminó a la casa, y saltó, con rebeldía, sobre el alféizar del ancho ventanal. De las tablas del piso, impregnadas de sol, le subió un calor soñoliento que le traspasó las sandalias.

Su madre daba vueltas a la manivela de la máquina, con el ceño arrugado por el sol. Levantó la cabeza, y le hizo un cariñoso guiño sobre los anteojos, dio una mirada de aprobación, y siguió cosiendo.

LA PIRAGUA
         
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