Rosa Cruchaga de Walker

Nací en 1931, en Santiago, en un punto equidistante entre la Biblioteca Nacional, el templo San Francisco, las tiendas y el cerro. Estas vecindades podrían simbolizar las sicologías de mis padres. Tan diferentes como bien conciliadas entre sí. Mi padre era un lector fervoroso, mi madre una jovial trabajadora. Mis hermanas —mayores que yo— me aventajaban en muchos aspectos y virtudes. Mi nacimiento en este valle de lágrimas fue acogido con humor y amor por parte de mis parientes. Mi niñez la recuerdo deambulando sola por la enorme casa sin hallar qué hacer. No tenía afición por la costura ni por nada que supusiera destreza manual. (Aunque no por eso pudo decirse que tuviese aptitudes matemáticas o filosóficas). Desde chica me apasionaban los versos y los leía y saboreaba y fabricaba —clandestinamente— teniendo como único cómplice al papá. El se cercioraba, primero, de que estábamos solos. Luego cerraba la puerta y echaba a correr el grifo de agua, pues él solía afeitarse mientras declamaba. El papá acostumbraba repetirnos: "Debemos dar hasta que duela", "Sólo tenemos aquello que hemos dado". El cumplía al dedillo estos lemas suyos. Llegó al extremo de endosar el cheque de su sueldo un primero de mes, para un amigo suyo que estaba cesante, y que tenía más hijos que él. Cuando mi padre murió el comercio del barrio bajó las cortinas, y sólo reatendió al público al día siguiente: de vuelta de su entierro. Recuerdo que agazapada tras las persianas, vi desfilar en su cortejo docenas de mendigos que él favorecía, y que ahora lo acompañaban detrás de los lentos y suntuosos coches del Gobierno o de los diplomáticos.

El recuerdo más grato que guardo de nuestra familia (cuando aún estábamos todos...) se remonta al verano de 1942. Fue un fugaz contacto con el campo, en la zona cordillerana y salvaje de Chillán adentro. La posesión de ese fundo duró unos pocos meses debido a la ineptitud agraria de sus dueños. Recuerdo que una confabulación de robos iba acabando con el ganado, las cosechas y las maderas del aserradero. Ante cada aviso de estas pérdidas el papá se molestaba por la interrupción que esos recados significaban en sus lecturas. Su único comentario era "yo aquí vine a estudiar, y no me dejan". Mis hermanas se reían con cada desgracia campestre, y mi madre, moviendo la cabeza, seguía con su máquina de coser, preparando ajuares de guagua para los prolíficos inquilinos. Yo era dichosa en medio de aquel caos económico. Pues no se me exigía andar planchada, ni comer sólo a las horas. Mi existencia ese verano rompió con los cánones civilizados, y me maravillaba con la triunfante naturaleza que llegaba a máximos extremos. Bajaban hasta la casa patronal los inquilinos más lejanos, los que habitaban casi al límite de Argentina, y yo gozaba escuchando sus diálogos con los adultos de la familia. Recuerdo a un viejísimo gañán que viajó en mula un día entero para hablar con mi padre acerca de la guerra. En mitad de la charla nos enteramos que él se refería a la guerra del Catorce, siendo que ya acababa la Segunda. El anciano contaba que su hija tenía muchos vástagos, pero que jamás le vio la cara al padre de alguno. Pues estos eran arrieros, que llegaban de noche a pedir hospedaje, y partían antes que el sol saliera, con sus piños de ovejas y sus trasnochados recuerdos. A mí no me escandalizaba esa anómala moral, me parecía todo tan genuino, como extraído del Génesis antes del Pecado Original.

En aquel fundo en bancarrota fuimos todos muy unidos, muy concentrados en nuestras propias aficiones. Cada cual trataba de transmitir lo suyo a esas gentes campesinas. Ellos parecían realmente interesarse por los bordados, y la filosofía y el arte culinario, y el derecho internacional. Pero aquellas tierras tenían un nombre entre agorero y fatídico. El fundo se llamaba "Los Cipreses", y se vendió poco antes de que el papá muriera.

Tenía yo 15 años y con mi madre partimos a Nueva York, a casa de mis hermanos Maruja y Fernando Salas. Fui un año al Pelham High School, en New Rochelle, pero mi inglés hasta hoy día sólo permite un buen diálogo con quienes lo hablan pésimo. El latín tardío, estudiado en la Universidad Católica, a los 40 años, fue mejor. Pude traducir mi poema "Trenes" al latín, pero por anacronismos del diccionario debí sustituir los trenes mismos por galeras voluntarias. El poema en cuestión en lengua vernácula dice así;

TRENES
He pasado la vida viendo irse las gentes,
y quedar los pasillos y volverse los trenes.
He cerrado el balcón y he enfundado los muebles
cada vez que se van los que quedan presentes.

Como estas realidades no son satisfactorias,
las compenso invitando a gentes ingeniosas.
Y la risa me suena a un grito de gaviotas
cuando parten mecidas por las últimas copas.

Voy pasando la vida como quedan los puentes,
remecidos por siglos pero inmóviles siempre.
Comenzando en la infancia de los sauzales verdes
y siguiendo en el humo que dejaron los trenes.

DE LA SERIE: "¿QUIÉN ES QUIÉN EN LAS LETRAS CHILENAS?"
(Nascimento, 1984)
           
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